Pulp: Buscando (con arte) el tiempo perdido

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Pulp: Buscando (con arte) el tiempo perdido - Theborderlinemusic.comHace unos días, Pulp tocaron en el Radio City Music Hall de Nueva York, tras catorce años sin dejarse ver en directo en la ciudad. Julio Valdeón Blanco estuvo allí y nos cuenta lo que vio.

Conozco las trampas de la memoria y sé cómo embaucan. No solo caemos nosotros, público necesitado de cariño, que a veces pagamos por escuchar a artistas acabados con tal de reproducir una alquimia caduca. Los propios músicos, grupos antaño sagrados, pueden reunirse con la única intención de engrasar la chequera. En realidad a nadie hacen daño. Excepto, acaso, a un legado que ensucian con discos y conciertos prescindibles. No pagaré por verlos o escucharlos, me conformaré con regresar a sus viejas obras, pero no crean que no los entiendo. Ya me dirán para qué coño vale ser inmortal si boqueas o, en el caso de ciertas superestrellas, víctimas propiciatorias del discurso cainita (o sea, envenenado por el odio de clase), falta dinero para enjuagar aquel vertiginoso tren de vida de los días felices. A mí no me importa que el artista sea además empresario, quiera pagar el alquiler o, incluso, vivir de puta madre. Cada día comulgo menos con la aversión al comercio, propia de las culturas católicas, y la angélica, lírica, infantil y, en fondo y forma, reaccionaria noción del artista a dos metros sobre tierra. Ese que levita cual faquir y no ansía dinero, vulgar objeto cuyo manejo, al menos en España, señala al farsante, al mercader, al fenicio y al ogro: al canalla que lejos de sentirse pagado con el cariño del respetable cultiva la audacia de no gustar de la pobreza, qué desfachatez. Aparte, las reuniones, por volver al hilo, pueden tener sentido más allá de la siempre legítima intención de recaudar pasta. A veces, digo, los regresos abren una segunda etapa con formidable intención creativa. Lo demostró Pulp hace unos días en el Radio City Music Hall. Vibrantes, potentes, sobrios en su barroquismo encendido. Irónicos como corresponde a unos británicos cachondos, con conciencia de clase y sentido del espectáculo. Pertrechados bajo un armazón de canciones melancólicas y contundentes. Acaso las mejores del pop británico desde que los Stones Roses nos comieron el corazón con ‘I wanna be adored’ y decidieron luego suicidarse. Pulp juega en la liga de los añorados Smiths, los mágicos Housemartins, los impagables Waterboys, los francotiradores Paul Weller y Billy Bragg. Palabras mayores. Evangelio del pop o el rock conjugado en un isla que en muchas ocasiones fue sinónimo de amor por la música y a la que todo dios miraba con respeto. No sé si ya tanto.

Abrieron con ‘Do you remeber the first time’. Siguieron ‘Monday morning’, ‘Razzmatazz’, ‘Pencil skirt’ y ‘Something changed’. A la hora de ‘Disco 2000′ el público deliraba. Pocas veces he visto a un auditorio estadounidense tan entregado, tan feliz de corear himnos y, al tiempo, tan respetuoso. Flotábamos en una dimensión propia al chispazo de la nostalgia bien entendida. Acaso porque sus canciones estaban fabricadas para inmiscuirse en los vericuetos sentimentales del oyente sin caer en el sentimentalismo. Un muestrario de sensaciones lacerantes y juicios amargos, de adolescencia desencantada, madurez expectante y otras modalidades de fiera sensibilidad en guante de dulce purpurina y lágrimas. ¿Recuerdan cuando recogieron sus fotos, ropa y toallas la mañana en la que asumieron que aquel piso compartido, contigo pan y cebolla, sí, aquel que parecía una sucursal del paraíso, se había transformado en franquicia del tedio, palacio del reproche y antesalsa al infierno? ¿Lo que significaban entonces los discos, las letras, los estribillos de quienes sintonizaron nuestros volcanes y nos hicieron creer que la noche era infinita y el viaje a sus confines un envite con pasaporte al cielo? De todo y más hace años, siglos, casi milenios.  Mas el poder evocador de Pulp, la actualidad casi lacerante de su cancionero, se mantiene constantes merced a una rara suerte de inmunidad frente al tiempo. Que le concede a su repertorio esa media distancia, entre sonriente y resabiada, mitad ingenua mitad analítica, con la que analizan el corazón y sus extraños juegos. Ideal para diseccionar en 1995, 2001 o 2012 la nostalgia o los celos. Con unas influencias y vasos comunicantes que van de Leonard Cohen a Jacques Brel, de Pet Shop Boys a –aunque ellos nunca lo hayan sabido– el inolvidable Carlos Berlanga. Curioso paralelismo entre el tímido genio madrileño y el gran Jarvis Cocker, que acaba en cuanto el segundo pisa el escenario. Animal público, el inglés crece y se crece ante el gentío. Sabe azuzar, burlar y complacer sin perder de vista que debe lucirse ni forzar tanto la mano como para estomagar. Sin olvidar tampoco el significado de unas canciones que entona con la convicción de un debutante y el respeto, seguridad y abandono del profesional que siente con merecido orgullo que su arte debe revindicarse. Arte, en definitiva, que explota en maravillas como ‘I spy’, ‘Underwear’, ‘Mis shapes’ o la inevitable ‘Common people’. Un concierto, o sea, que recordaré agradecido y hasta pasmado. Añadiendo un deseo. Que vuelvan a grabar. No andamos sobrados de tipos tan brillantes.

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